Muchos estudios recientes destacan la importancia de la imaginación narrativa en diferentes aspectos de nuestras vidas. Pensar en la imaginación para la creatividad, como un fenómeno exclusivamente estético o literario, ha ido perdiendo terreno en beneficio del papel primordial de la imaginación en el razonamiento, el procesamiento de información, la resolución de problemas e incluso en la generación de empatía. Esto, entre muchas otras dimensiones de la experiencia humana, como lo sugiere Nussbaum al señalar la contribución particular de la imaginación narrativa a la formación de personas para la libertad.
La educación no debe limitarse a la transmisión de saberes, sino más bien incidir en la formación de la personalidad. El proceso educativo debe agitar la naturaleza humana y producir disonancias en el alma del educando, de manera que, mediante relatos o cuentos, el educador pueda ofrecer modelos e ideales de referencia o bien proponer un horizonte de valores y significados sobre el cual el educando pueda proyectarse. Se trata de que el alumno aprenda a «sentir» más que a «reconocer», a sentir un ideal de amor más que a reconocer o definir qué es el amor; es el valor de fundar nuestra respuesta personal a estas cuestiones en lo que la psicopedagogía cognitiva contemporánea denomina insights, una comprensión o percepción del sentido que suele estar asociada a un sentir o vivir plenamente estos significados, más allá de la pura construcción lógica. Se trata de educar, en el sentido más profundo de la palabra, abriendo caminos, mostrando horizontes, descubriendo mundos.
La mímesis, o habilidad del arte de contar del educador, supone revivir de cierta manera una experiencia pasada y añadirle una nueva sabiduría teórico-práctica, una propuesta personal y novedosa acerca de qué hacer ante situaciones semejantes o diferentes, que, en definitiva, enriquezca personalmente al educando. La imaginación narrativa del educador forma para la creatividad, la vida auténtica y una existencia más plena cuando se es un ser libre y creativo; por ello, el mayor anhelo de las escuelas verdaderas será siempre el desarrollo de la libertad del educando. Es decir, una educación liberadora para la plena humanización de las personas como seres libres y creativos.
La educación para la libertad se funda en esa capacidad en la que se cimienta el concepto de libertad, en la habilidad de generar nuevas opciones de solución ante las dificultades y problemas que se nos presentan a lo largo de la vida. Ambas categorías se hallan en las antípodas de la conformidad, la anestesia, el sometimiento o la servidumbre del individuo frente a los condicionantes —producto de su herencia genética o de la acción del ambiente—, o frente a los mandatos de una sociedad que se ha constituido normativa, económica, social y políticamente, sin la participación, sin el consentimiento y, en muchas ocasiones, contra los intereses del individuo singular o de los grupos singulares. La esencia misma de la palabra «libertad» indica un estado subjetivo y oculto, que no se muestra de forma empírica y que está más allá del ámbito de lo sensible.
Educar para la libertad implica, entre otras cosas, tener imaginación narrativa. Es necesario, sin embargo, mencionar que la capacidad imaginativa es, con demasiada frecuencia, subestimada en contextos educativos cuyo marco es más empirista o positivista. Un docente inmerso en un marco semejante puede tender a ver la imaginación y la fantasía propias como enemigas de la razón y referentes de ignorancia y superstición.