Las huellas aparecían de a dos, paralelas, como si la arena hubiera decidido guardar un secreto. Eran nuestras: las mías, que siempre dudaban un instante antes de hundirse, y las tuyas, firmes, exactas, como quien sabe hacia dónde va. Caminábamos por la orilla de Playa Bávaro, en silencio, pero el mar hablaba por nosotros.
Las olas podrán borrar una huella, pero nunca las dos al mismo tiempo. Como si el océano entendiera que el amor no es perfecto, pero sí persistente y no camina solo.
No dejamos nada atrás, salvo la certeza de que avanzábamos hacia algo que no tenía nombre. O quizás sí: amor real, ese que no necesita promesas grandilocuentes, sino pasos pequeños, compartidos, uno al lado del otro.
Allí, en la línea donde la tierra se entrega al agua, descubrimos que aun sin mapa, el camino ya estaba escrito: era simplemente hacer camino al andar y dejar algo nuestro en la playa que nos recordara siempre…
La gata de Tobita
Gustavo A. Quintero Hernández