Tras la reja ennegrecida, los años parecían prisioneros. 1904, 1909, 1917… cada cifra brillaba como una leyenda fría en medio de la penumbra. Las botellas, ocultas en su polvo centenario, no guardaban vino, sino un eco sordo de voces que ya no existen.
El visitante que se acercaba a mirar sentía un soplo húmedo en la nuca, como si la bodega respirara. Entonces comprendía que aquellos cristales no estaban vacíos: contenían memorias fermentadas, lágrimas espesadas en silencio, un tiempo que jamás debió ser liberado.
Algunos decían que quien osara romper un corcho despertaría no al sabor, sino al fantasma del año que allí dormía. Y había fechas que nunca debieron volver…
La gata de Tobita
Gustavo A. Quintero Hernández