Es evidente que el papel social que la universidad —en el mundo— quiere desempeñar —y, de hecho, debe desempeñar— cambiará. En vista de la magnitud de los problemas, tendrá que implicarse en la búsqueda de soluciones, lo quiera o no. Si no lo hace, sus fundamentos sociales e incluso su legitimidad se verán puestos en tela de juicio. La sugerencia de que, en el futuro, debería volverse más comprometida se asemeja al argumento en favor de una «universidad cívica», que logre identificarse más estrechamente con los problemas y los desarrollos sociales en todos los frentes.
La universidad ya no es una torre de marfil que produce conocimientos para sí misma, ni una empresa profesional que produce conocimientos para su propio beneficio. El modelo de universidad emprendedora también es insostenible. En el futuro inmediato, obtendrá su derecho a existir principalmente por su actividad en el mundo y su relación con el sector de la producción. Es urgente, entonces, que asuma más en serio sus responsabilidades sociales, puesto que el conocimiento que posee no está destinado a un número limitado de actores de la sociedad, como estudiantes dispuestos a pagar por él, sino que también debe utilizarse para resolver los grandes problemas que afectan a la sociedad.
En ese orden de ideas, es crucial que la universidad se centre en algo más que la transferencia de conocimientos; se trata de hacer una contribución significativa a la sociedad. Es de esperar que la universidad alcance un papel completamente diferente al que se retrata en la imagen clásica de la torre de marfil; debe salir al corazón de la sociedad, como guía que dirige el debate, hablando con autoridad sobre cuestiones importantes en un mundo regido por la sabiduría de la multitud, en lo que, desde el Brexit y las elecciones estadounidenses, se ha llamado la «sociedad de la post-verdad».
La UNESCO, en su conferencia mundial de 1998, clamaba por una universidad pertinente cuando advertía que la pertinencia de la educación superior debería evaluarse en función de la adecuación entre lo que la sociedad espera de las instituciones y lo que estas hacen. Ello requiere, sin duda, normas éticas, imparcialidad política, capacidad crítica y, al mismo tiempo, una mejor articulación con los problemas de la sociedad y del mundo del trabajo, fundamentando las orientaciones a largo plazo en objetivos y necesidades societales comprendidos, entre otros, en el respeto a las culturas y la protección del medioambiente. El objetivo debe ser facilitar el acceso tanto a una educación general amplia como a una educación especializada y para determinadas carreras, a menudo interdisciplinaria, centrada en las competencias y aptitudes, pues ambas preparan a los individuos para vivir en situaciones diversas y poder cambiar de actividad.
Pero el problema, 16 años después, es que el mundo del trabajo clama por otras competencias y habilidades, así como por instituciones focalizadas en el aprendizaje a lo largo de la vida (educación continua o desarrollo profesional permanente), lo cual implica derrumbar esos muros que hemos creado entre la educación formal y la no formal, permitiendo al estudiante circular, intermitentemente, por los espacios del estudio y del trabajo de manera continua, obteniendo certificaciones y no necesariamente en concentraciones de tiempo específicas para la formación y la obtención de un título.