El océano se estremece y los ojos se clavan en un punto lejano. Entre la espuma y el viento se busca un lomo oscuro que rompa la superficie: una ballena que respire y que, con ella, respire la multitud que la espera desde las rocas.
No hay gritos, solo murmullos de asombro. El Atlántico se vuelve escenario y las montañas del Cabo, testigos. En Sudáfrica, cada salto de agua es un recordatorio de lo primigenio: que el mar fue cuna de vida y que, por un instante, aún podemos sentirnos parte de su origen.
Las ballenas suelen pasar, majestuosas, indiferentes a las miradas. Y, sin embargo, dejan en cada espectador una certeza: que la belleza más profunda nunca pertenece al hombre, sino al mundo que lo excede. Para verlas hay que esperar mucho y, a veces, no se ve nada.
La gata de Tobita
Gustavo A. Quintero Hernández