Entre casas encaladas y ventanas azules, apareció el pelícano como un vecino más. Caminaba lento, indiferente a las cámaras y a las risas, como si toda la isla fuera suya. Nadie lo interrumpía: sabían que era parte del alma de Mykonos, tan esencial como el mar que la rodea.
Algunos turistas arrojaban monedas a las fuentes, otros pedían deseos frente al mar. Pero el verdadero talismán estaba allí, con alas plegadas y mirada tranquila, recordándoles que la isla no se recorre solo con pasos, sino con asombro y enseñando la forma de caminar.
La gata de Tobita
Gustavo A. Quintero Hernández